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Segundas oportunidades.

Abro mis ojos, obligada por la luz blanca que invade el cuarto y que rebota entre ventanales, espejos, y metales. Existe algo más claro que el blanco? me pregunto. Esta habitación, seguramente. Mi piel es apenas un poco más amarilla que todo lo que me rodea, ese tono amarillento que expone la fragilidad de la salud, que dice acá esta sucediendo algo, o sucedió algo, y por si acaso estrecha fuerte a esta persona, quizás muera pronto y esta sea la ultima vez que la veas viva. Pero en este cuarto tan blanco, el tono amarillento me salva de desaparecer bajo las sabanas, o fundirme con las paredes. El color enfermizo de mi piel me da una temporal identidad, soy alguien, aparentemente frágil, posiblemente viva.

Hace unas horas, o unos días, lo que separaba la vida de la muerte era respirar, y sentir. Sentir el dolor, el dolor tan fuerte en el pecho, luego en las muñecas, el dolor de ver la sangre en el piso, de ver mi vida escurriéndose en las juntas de las baldosas, y finalmente nauseas, muchas nauseas y por eso yo sabía que seguía estando viva.

Como decía... unas horas, unos días, me gustaría saber cuanto tiempo pasó realmente, porque yo siento que han pasado tantos años, que he descansado años enteros. Pero mis muñecas están, todavía, vendadas, de modo que no puede haber pasado mucho tiempo desde aquel episodio.  Mi mano se contrae  torpemente, descubriendo, casi por casualidad, el movimiento. Ya no siento ese dolor en el pecho, tampoco en mis brazos. Por lo contrario, me encuentro bajo un estado generalizado de calma un tanto artificial (probablemente producto de los fármacos) pero no menos reconfortante.

La claridad cegadora se disipa poco a poco. Madre duerme en una silla a los pies de la cama, uno de sus brazos rodeándome los pies, como queriendo evitar que me escape. Probablemente no haya podido dormir durante mucho tiempo, puedo advertirlo por el color de sus ojeras, y su piel irritada de tanto llorar. Madre ha tenido siempre una piel de porcelana, y hoy pareciera estar rota. El dolor reaparece en pecho, esta vez mezclado con culpa. La culpa de no haber podido ser feliz todo este tiempo. De haberlo intentado veinte veces y no veintiún. De las malas decisiones, que poco a poco fueron partiéndome en pedazos, hasta haber terminado así. De no haber sabido explicar mi dolor, o no haber gritado lo suficientemente fuerte. Comienzo a llorar en silencio, sin fuerzas, y mi cuerpo se estremece.

Madre despierta, se incorpora, y me abraza, con la misma delicadeza con la que se le trata a un recién nacido. Me pregunto si puedo pretender, por lo menos por un rato, haber nacido hoy. Qué bello sería nacer así, tan aferrado a la vida.