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El amor es la debilidad de los sabios


Miró fugazmente de reojo a aquellas personas.  Nadie pareció notarlo pero era para mi tan significativo. Fue un segundo, un instante en el que percibí su enojo. Oh, tanto tenía yo que conocerlo y admirarlo, tanto que en un acto involuntario me contaba que sucedía, e incluso concebía lo que iba a suceder en unos minutos. Su piel curtida era insignificante, desencajaba a su vez de su mirada. Él era, un niño más, desconcertado por su peor enemigo.

El amor es la debilidad de los sabios, había dicho un tiempo atrás, el adversario de sus ideas, su filosofía, sus ideologías. El amor es tan terrible que podría llegar a destruir cualquiera de sus teorías.

Era una autoridad nata, y todos los alumnos lo miraban atónitos, y murmuraban por lo bajo,  pero tan admirable era, que no se atrevieron a discutir. Como previamente explique, mi habitual hábito de analizar sus gestos me había convertido en una experta en el arte de traducir los pensamientos del Profesor en vulgares palabras y había notado una curiosa expresión en sus ojos al decirlo. Parecía asustado, y quizás nervioso.

Y ese día frente a ese grupo de adultos prematuros, su más terrible temor se había hecho realidad. Su enojo no era realmente hacia mí, sino hacia el mismo. Se había traicionado. Había sido advertido repetidas veces por su inconsciente y decidió no escucharlo. Pero su piel curtida y sus años eran insignificantes ante este este animal que enfrentaba, esa otra personalidad que llevaba oculta tanto tiempo que ansiaba atacar a quienes lo rodeaban, para defender a aquello que le pertenecía. Se convertía en animal (ya no racional) y lo mataba.
Habló unos minutos más con sus alumnos, se disculpó, se levanto de su asiento y se acercó hacia mí. Vaciló unos segundos antes de hablar, escondiendo sus sudorosas y atolondradas manos en los bolsillos de pantalón e intentando  disimular  ante los universitarios, directores, autoridades, académicos, familiares y colegas lo que realmente estaba sucediendo.

Muchas veces me pregunté si yo sería acaso la única que había estudiado tan bien al Profesor, porque parecía estar gritando lo que realmente nunca se animó a admitir.

Me miró acusadoramente, como culpándome (y era, en parte, mi culpa) y me dijo: Buenas noches.
Y partió sin más, cerrando suavemente la puerta para que nadie se percatara de su ausencia hasta un tiempo después de haberse ido. Luego llegaría a su casa y se serviría un whisky on the rocks, luego dos o tres vasos más, yo tocaría su perta y caeríamos rendidos a ese dulce castigo al que nos habíamos atado. Yo sería enteramente suya y el sería enteramente mío, y teniéndome a su alcance su animal interno calmaba sus ansias y se entregaba sin defenderse al enemigo.